Por Diego Ontañón
Desde el momento en que llegamos a Trakai al final de la primavera, supe que ese día iba a ser especial. El aire fresco del lago Galv? nos recibió con ese aroma a bosque húmedo que tanto nos gusta, y mientras caminábamos por el pequeño pueblo hacia el castillo, los dos comentábamos lo increíble que resultaba ver cómo la silueta rojiza del Castillo de Trakai emergía entre los árboles, como si estuviera suspendido sobre el agua.
El camino de madera que lleva al castillo es, ya de por sí, parte del encanto. A cada paso, el murmullo del lago y el crujir de la pasarela acompañaban nuestras conversaciones. Me acuerdo perfectamente de que los dos nos detuvimos a mitad del puente para observar cómo el sol iluminaba las torres del castillo. La escena era tan perfecta que parecía salida de una postal. Incluso bromeamos diciendo que era imposible sacar una mala foto allí.
Decidimos comenzar la visita por el museo. Recorrimos juntos las salas llenas de armaduras, armas antiguas, muebles y objetos cotidianos que contaban la historia del Gran Ducado de Lituania. Recuerdo que uno de nosotros señaló una armadura particularmente pequeña y bromeó diciendo que los guerreros medievales quizá no eran tan altos como en las películas. Nos reímos, pero también nos sorprendió lo bien conservados que estaban muchos de los objetos. Era como si el castillo guardara sus recuerdos en perfecto orden.
Uno de los momentos que más disfrutamos fue subir a las torres. La vista desde arriba es impresionante: el castillo rodeado por completo de agua, pequeños islotes salpicados por el lago y un horizonte de bosques que parece no tener fin. Pasamos varios minutos allí arriba, en silencio, solo contemplando el paisaje. A veces uno no necesita hablar; basta con compartir la misma vista para sentirse conectado al lugar y a la compañía.
Durante el recorrido también aprendimos sobre la historia del castillo, que fue destruido y reconstruido varias veces hasta recuperar su forma actual. Ese detalle nos hizo valorar aún más su belleza: es un símbolo de resistencia, de identidad y de renacimiento para Lituania. Lo comentamos mientras recorríamos los pasillos de ladrillo rojo, imaginando el trabajo y la dedicación necesarios para devolverle la vida.
Después de explorar el interior, salimos a caminar por los senderos que rodean el castillo. El contraste del agua azul, los árboles y las murallas rojizas creaba un paisaje que parecía pintado. A cada paso descubríamos un ángulo nuevo del castillo, y más de una vez nos quedamos parados simplemente para mirarlo en silencio.
El hambre empezó a aparecer, así que nos dirigimos a uno de los restaurantes tradicionales del pueblo. Allí probamos los famosos kibinai, una especialidad de la comunidad caraíta que vive en Trakai desde hace siglos. Nos encantaron. Venían acompañados de un caldo caliente que, después de caminar tanto, nos supo a gloria.
Mientras regresábamos hacia el pueblo, nos giramos varias veces para ver el castillo una última vez. El reflejo en el lago lo hacía parecer aún más mágico. Creo que los dos sentimos lo mismo: esa mezcla de asombro, calma y gratitud que solo se experimenta en lugares verdaderamente especiales.
Si estás pensando en visitar Lituania, de verdad te recomiendo que vengas al Castillo de Trakai, y si puedes, hazlo en buena compañía. Es un lugar que no solo impresiona por su belleza, sino que también invita a compartir momentos, a detenerse y a disfrutar sin prisas. Para nosotros fue un día inolvidable, y estoy seguro de que para ti también lo será.
«Ateik greitai aplankyti Lietuv? ir Trakus!»







